nunca me gustaron los sindicatos de artistas

Diego Abu Arab

Le preguntamos a Diego por la relación entre arte, sindicalización e imaginación política.

Trabajé de dibujante, payaso, colorista para publicidades televisivas, haciendo realizaciones para todo tipo de eventos y hasta tallé gigantografías navideñas para shoppings. Paralelo a esto, mi formación militante fue recorriendo distintos momentos. Primero participé en el centro de estudiantes de la secundaria, particularmente en la comisión de prensa que coordinaba las peleas por mejores condiciones educativas de los distintos colegios de la CABA. Esto fue por los ‘90, mientras recuperábamos centros de estudiantes de la moralina de la Franja Morada –ya devenida en burocracia como estertor de la primavera alfonsinista–. Luego participé en las asambleas barriales, en las luchas en la facultad contra la Ley de Educación Superior –tomas del rectorado de la UBA y del IUNA–. Al mismo tiempo desarrollé mi militancia territorial en la Boca y en el MTD La Cañada en Quilmes. En el 2002, luego de los asesinatos de Darío y Maxi, participé en la lucha por el cambio de nombre de la Estación Avellaneda por el actual Estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Actualmente, y desde hace 8 años, participo como militante sindical y delegado gremial en la junta interna del Ministerio de Trabajo.

Es palpable el constreñimiento de la capacidad creativa a causa de las necesidades laborales. Son dos potentes fuerzas en colisión. En sentido inverso, frente a los requerimientos laborales (patronales), el “Arte” se convierte en la tarea de reorganizar los modos, prácticas, órdenes y tiempos para recuperar –al menos en parte– nuestra potestad (y dignidad) sobre las horas de trabajo a cambio de salario.

En mi caso el dibujo, la plástica, son las prácticas que constituyen el método de trabajo.

En el 2009 el Frente Popular Darío Santillán tenía una política de formación de cuadros consolidada. El piso de convocatoria de los Campamentos de Formación que compartíamos con diversas organizaciones no bajaba de los 300/400 asistentes de todo el país. Los temas versaban acerca de economía política, tradiciones revolucionarias, formación de base y análisis de coyuntura y etapa. En ese marco una de las principales apuestas era el trabajo de la mística. Esto implicaba asumir que los seres humanos no sólo razonan las políticas que llevan adelante sino que también las sienten. Muy rápidamente toda manifestación de expresividad fue canalizada en este trabajo. Representaciones, canciones, poesías y prácticas de intervención performática o de plástica callejera fueron los instrumentos de la paleta con la que conmover el racionalismo común de la práctica política. Para muchos compañeros y compañeras fue un logro ya que existía un espacio específico donde volcar su saber y experiencia.

Llegado este punto de reconocimiento de la tarea artística en la práctica militante el desafío consistía en otro abordaje. La preocupación pasaba por cuáles eran los aportes que podía hacer la teoría artística a la organización y a la proyección política. Es decir, qué herramientas aportaba el arte en el plano específico de la organización política. Para qué sirve el arte en las organizaciones populares, en la militancia y de qué sirve la práctica artística en el trabajo y en el sindicato.

Hace unos 20 años, mientras debatíamos sobre la formación artística que pretendíamos y acerca de las referencias que lograban tener los conflictos sociales en la Argentina nos dimos cuenta de algo. Encontramos que la izquierda y las organizaciones que abrevaban en distintas tradiciones emancipadoras estaban colmadas de sociólogos o cientistas sociales que lograban poner blanco sobre negro los límites del sistema imperante para poder avizorar alternativas de vida. Pero nos faltaban los referentes naturales y legítimos de las fábricas y los barrios, nos faltaban las víctimas de la opresión directa que tomaran en sus propias manos y con prepotencia de trabajo la lucha por la dignidad humana. Esta falencia era lógica en un punto, ya que una generación importante fue diezmada por la dictadura. Pensábamos que ese era un problema a resolver, una línea de trabajo que atender. Y en ese trayecto nos quedaba un hueco: los artistas y las artistas, ¿qué rol cumplimos? ¿Para qué estábamos cuando nos vemos involucrados en esas lides? Ante estas preguntas tengo que responder que nunca me gustaron los sindicatos de artistas. No creo que no sean necesarios, el trabajo en la industria cultural es una realidad consolidada hace décadas en el mundo. En cambio, me ha entusiasmado más preguntarme cuál era el desempeño de estos conocimientos en terrenos supuestamente extraños al arte como la organización política y el desarrollo sindical en el lugar de trabajo.

Tengo 36 años –viejo no soy– y aún sigo observando que no es muy común el reconocimiento del aporte de quienes, avezados en distintas disciplinas, nos abocamos al combate en el campo de la estética.

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