la decisión en la forma

Manuel Quaranta

La escena artística rosarina no para. Hace menos de un mes sucedía la segunda fase de la Semana del arte con artistas de todo el país realizando sus acciones en las calles y otros espacios de la ciudad. Ahora, Manuel Quaranta nos envía una reseña de la muestra Todo lo que se transforma, actualmente en el Espacio Cultural Universitario.

Para Karl Marx el trabajo –no alienado– transforma la realidad, es decir, hace que la realidad se vuelva otra o que lo otro se haga realidad. Digamos, el trabajo, en definitiva, produce que algo cambie de forma: abre las puertas del devenir.

El filósofo coreano Byung-Chul Han en su libro En el enjambre afirma que el hombre del futuro prescindirá de las manos: “No tendrá que tratar ni elaborar porque ya no tendrá que habérselas con cosas materiales […] En el lugar de las manos se introducen los dedos”, lo digital. En consecuencia, la atrofia de las manos lo incapacitará para la acción, o sea, para el trabajo, por tanto, para la transformación, es decir, para que algo cambie. Esto sucedería debido a que en la sociedad neoliberal se busca eliminar cualquier tipo de negatividad, “la sociedad positiva evita todas las formas resistentes. Con ello elimina las acciones”; en la sociedad neoliberal lo que predomina son “estados de lo mismo”,  ninguna transformación ni alteridad.

Trabajo, materia, realidad y transformación; cuatro términos filosóficos que la curadora Clarisa Appendino, en el catálogo de su muestra anterior, El procedimiento silencio (fundación OSDE, abril-mayo 2016), vincula al arte contemporáneo cuando escribe que en éste “prevalece la noción de procedimiento como instancia de materialización, porque integra un amplio conjunto de acciones, decisiones y modos de hacer”.

En esta ocasión –con una fuerte insistencia en esos cuatro términos–, Appendino convocó a tres artistas cuyas producciones indagan, de diversas maneras, la resistencia de los materiales y tituló la muestra Todo lo que se transforma.

Al ingresar al Espacio Cultural Universitario (ECU) lo primero que debemos hacer es mirar hacia arriba: Gisella Cortese realizó diferentes calados sobre enormes pliegos de papel que penden de unos hilos desde los extremos de cada uno de los corredores del primer piso. Sobre el corredor izquierdo uno de los pliegues parece desbordarse hacia adentro y no, como en general sucede, hacia afuera: y por desbordarse hacia adentro conquista parte del ECU. Después de comprender que los calados coinciden con formas orgánicas que marcan las columnas y las paredes del edificio, caminamos hasta llegar al lugar en donde Florencia Caiazza construyó una estructura reticular con mil tubitos de papel de unos veinte centímetros cada uno. Desde el momento mismo en que la terminó, la estructura de aproximadamente tres metros de alto –dicen, y se pudo comprobar el día de la inauguración– estuvo a punto de desplomarse –en realidad, habría que preguntarse cuándo considera ella que termina una obra–. En la recta final del trayecto –como si quisieran detenernos– David Maggioni utilizó diferentes redes para configurar un entramado de formas, líneas que se dibujan y se confunden, que cuelgan del techo y casi nos abrazan –o queremos abrazar.

Todo muy leve, precario, frágil; todo parece venirse abajo.

Hay una sensación de a medio hacer: no entendemos bien de qué se trata.  

Sin embargo –y aunque aparente ser una contradicción o una tautología–, cuando sólo examinamos lo que se ve sin remitir a nada por fuera de lo exhibido, se advierte que despuntan en la escena otros materiales; por ejemplo, el edificio: una estructura monumental de mármol se erige sólida, inmutable y eterna frente a la delicada inestabilidad de las construcciones de los artistas. Un edificio que necesitaría de un bombardeo para sucumbir, frente a obras que podrían ser derrumbadas de un soplido.

De hecho, el día después de la inauguración la estructura de Caiazza ya se había derrumbado –ni siquiera necesitó de un soplido, o tal vez, la respiración de quienes la contemplaron fue demasiado–. Uno de los pliegos de Cortese en muy poco tiempo comenzó a desprenderse –hasta que se desprendió definitivamente mientras escribía este texto–. La red de Maggioni cada vez que uno la observa parece estar más deshilachada –algunas  miradas son suficientes para destejer ciertas tramas.

Resulta extraño: siento como si se hubiera planificado una construcción con el objetivo de que las cosas fueran inestables o como si se hubiesen producido obras no tanto para ser apreciadas per se, sino más bien para que brotara en plenitud el espacio, y con el espacio –el vacío del espacio–, por supuesto, el tiempo. La materia del espacio, el espacio de la materia, la materia del tiempo –visualicemos un instante la obra de Richard Serra emplazada en el Guggenheim de Bilbao en contraposición a las obras de Caiazza, Cortese y Maggioni– o el tiempo de la materia. Las obras ponen en evidencia el espacio, el tiempo y sus formas. Las formas en que el espacio y el tiempo se transforman a partir del trabajo. Los artistas y la curadora, al transformar la materia, transforman el espacio y el tiempo.

No hay discursos. Hay decisión en la forma.

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