la batalla de la nostalgia

Macarena del Curto

Anoche, en la rutina de desempolvar cuanto recuerdo guardado redescubre la cuarentena, en vano me desesperé tratando de hacer andar la videocasetera para escuchar esa canción-intro que sonaba con la leyenda “Gativideo”. Cuando estaba por tirar todo a la basura me cayó un mensajito de Maca: me dijo que se cansó de Tik Tok y que prendió la radio. Sintonizamos su reflexión sobre la pandemia, entre sesiones de Zoom y el deseo de acariciar formas más analógicas de estar conectadxs.

Cuarentena día 35. Puse la radio, aunque nunca escucho radio. Al menos no por motu proprio. Sin embargo, hoy oí en un podcast que alguien nombró a Radio Universidad y la puse al toque. Mientras escuchaba y me tomaba unos mates, como siempre más abstraída por el costado estético de la escena que construí que prestando atención a lo que estaba haciendo, tuve una especie de ráfaga de auto-extrañamiento y pensé: ¿qué hay detrás de esto? Me di cuenta ahí de que no estaba escuchando la radio por interés en lo que se dijese o en la música que pasaran, que era otra cosa lo que me atraía de esa situación. El medio radial, en cuanto tal, me estaba trayendo una satisfacción remota, que no venía ni siquiera de mí. Era como una reminiscencia de un tiempo-otro, una realidad anterior incluso a mis recuerdos. Una conexión con un pasado palpable, un pasado fuera de esta realidad casi digna de Orwell. Escuchando la radio, jugué por un rato a ser mi abuelo tomándose unos mates alguna mañana del siglo XX.

Se libran en estos días múltiples batallas de todo tipo. El mundo está conmocionado, confundido. Nadie sabe mucho nada de lo que está pasando, y menos aún de lo que va a pasar. Una de esas batallas es de la que vengo a hablarles. En medio de esta situación de alto en la vida rutinaria social, la comunicación pasa primordialmente por los medios electrónicos. Parándonos en plena era digital, está claro que estos medios ya constituían la primera vía de contacto global, mas ahora, casi eliminado el contacto físico o presencial, se convierten en la única. Esto se presenta no sin acarrear una serie de problemas: físicos, emocionales, tecnológicos, sociales. Toda la sociedad se hace de estos medios y reniega así mismo de ellos, se testean y se llevan al máximo sus alcances y, sobre todo, sus limitaciones. Se habla incluso de un uso responsable de la comunicación y de sus medios.

Existe en este campo una tensión que viene crujiendo hace tiempo, y es la articulación entre nuevas tecnologías y un revival persistente de lo analógico. Puede hablarse de resistencia al avance, incluso de un incipiente conservadurismo o hasta un ímpetu reaccionario. También puede leerse como la conjunción entre el arsenal de información que se reunió en la memoria de los individuos que vieron desarrollarse el cambio de lo mecánico a lo digital, y que ahora generan contenido mezclado que carga con significaciones múltiples. Asimismo, puede tratarse de una especie de nostalgia colectiva, una manera de aferrarse a algo conocido, devenido obsoleto, para contrarrestar la inestabilidad producida por una tecnología avasallante, un presente desigual y un futuro incierto.

En estos contextos particulares, donde toda esa acumulación de incertidumbre llega a su punto álgido, la idea de recurrir a un artefacto analógico o una dispersión de las pantallas parece casi una necesidad. ¿Qué se esconde detrás de estos objetos y acciones, otrora tal vez descartados por viejos y ahora reivindicados? La nostalgia. La búsqueda de certezas. Los objetos del pasado son testimonios matéricos de un momento diferente, donde las celebraciones eran múltiples y la vida conjunta, cálida, fétida, ruidosa y apretada. Son varias las personas que prefieren pasar sus días de encierro leyendo un libro impreso, desempolvando casettes y fotos reveladas, escribiendo en un cuaderno con lapicera. Casi como respuesta a un dilema cartesiano, el objeto nos reafirma que hay otro y que también existe, como existo yo. Esconde a alguien que lo produjo, a otro que me lo regaló: un camino recorrido hasta llegar a mí. Carga con una historia palpable, tiene una textura que nuestra memoria táctil reconoce, y evoca un pasado de contacto con otra mano humana.

Las recomendaciones sobre el uso de la tecnología durante esta reclusión de los cuerpos no paran de llover. Nuestras mentes inquietas buscan escapar a las paredes de nuestras casas. Es difícil traspasar todas nuestras experiencias diarias, presenciales, a un contacto distante y casi holográfico. Las pantallas nos cansan la vista, la computadora nos mata la espalda. Me gustaría atisbar que también nos causan un poco de cansancio sentimental. La instantaneidad del mundo digital en el que nos vimos súbitamente envueltos de manera total remite directamente a una realidad virtual, acaso realidad no-real. Mientras el objeto nos representa la existencia humana a través de los años, la pantalla es el presente siempre actualizado: un sueño de comunicación instantánea y efímera. Sin embargo, estos elementos no se enfrentan a muerte, más bien conviven. Se entrelazan en un intento por sobrellevar la vivencia digital y recordar la analógica, escapando a la soledad de la actualidad virtual, donde se habla mucho y se abraza poco. Queremos estar comunicados y queremos sentirnos vivos, presentes. Queremos saber que hay otro pero también que existe un mundo fuera de esta burbuja espacio-temporal en la que nos sumió la pandemia. Lo abyecto se presenta ante nosotros y buscamos una salida cálida, una sensación de seguridad y estabilidad. La tradición occidental de ubicar el futuro como algo inalcanzable, siempre por delante, nos dejó desconsolados al encontrarnos en medio de ese futuro distópico del que nos creíamos inmunes.

Veo todo esto resumido en una acción común, en la que una mañana tomando mates pongo Radio Universidad desde la compu mientras abro twitter y charlo por whatsapp con alguien más. No sabemos cuánto más estaremos así, no sabemos qué nos depara este mundo. Sabemos que no vivimos siempre de esta manera, y que no queremos hacerlo tampoco. “Tengo miedo de que nos acostumbremos” me dijo una amiga hace quién sabe cuántos días. “Creo que nos vamos a hartar” contesté yo. Sabemos que hay algo a lo que queremos volver y que no puede dejar de existir. Nos sumergimos en este mundo digital/realidad virtual; la aceptamos, es nuestro medio y nuestra actualidad, la necesitamos ahora. Pero no nos acostumbramos, no nos olvidamos de cómo es vivir analógicamente. Nos aferramos un poco, a partir de diferentes tácticas, a esas anclas conceptuales y sentimentales que son los objetos del pasado, y que nos recuerdan que nosotros también pudimos correr y supimos bailar en multitud.

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