chanchas y filosóficas

Ana Contursi

Hace unos días se presentó en el TACEC Las Chanchas, una ópera basada en la novela homónima de Félix Bruzzone, con música de Fabià Santcovsky, régie de Emilio García Wehbi y dirección musical de Natalia Salinas. Ana fue a verla, salió revuelta, pensando. Recordó sensaciones similares a las que había vivido al presenciar otras obras dirigidas por Wehbi.

Las puestas de Emilio García Wehbi siempre me generan molestias. Como público no experto pero habituado, no es la primera vez que termino de presenciar una de sus obras y digo “otra patada en la nuca, okey, a digerir”. Es claro y ya sabido (vox populi) que pretende incomodar, mover, remover, hacer estallar; aunque esa es una lucha para nada resuelta en sus trabajos: pueden verse en ellos “caídas” intermitentes en la representación llana, en la reflexión digerida, en la convicción ideológica. Pero no seamos utopistas, por no decir idiotas, y no vayamos a negar que la representación, en tanto un hacer presente algo que ya existe, es necesaria e insoslayable. Si no ¿de qué hablamos y para qué? Pero Wehbi sabe, o se las va viendo con eso, cómo no dormirse en sus propias creencias y cómo asumir y dar lugar a la performance y dramaturgia de las actrices y actores, y también de quien especta. La representación es un laberinto y un campo de batalla, no un panfleto, sobre todo cuando hablamos de un hecho artístico; y él parece haber aceptado este punto hace tiempo, si no, se hubiera dedicado al periodismo, o a ser funcionario público, o haría obras pésimas solo aptas para ortodoxos.

Y allí reside, para mí, el valor de su obra. Desde la primera vez que me encontré con su Woyseck (2006) en el Teatro San Martín hace más de diez años, entendí que el teatro puede servir como escenario y caldera mágica de lo reprimido, lo que se oculta debajo de la alfombra de la normalidad social, lo friqui, lo animal, lo intolerable, lo no resuelto. Pero no para normalizar, para lavar catárticamente a lo Aristóteles, sino para poner en evidencia, para pasar por el cuerpo, para construir la pregunta por el acto de instalarse en la duda. Sus obras son, en general, como la filosofía misma que no da nada por sentado, como la persistencia del ronroneo de las gatas, como el eterno retorno de las verdades insostenibles de las que queremos y no podemos escapar. Wehbi me hace pensar en un Brecht mejorado que abandonó el dogma, que se volvió maestro ignorante: quiere (elijo creer) que la escena sea una distancia, una brecha que dé lugar a la crítica y a la conciencia de lo aún no dicho, un espejo roto, una evidencia que se escapa siempre de sí misma. Estamos en la época de la incertidumbre y la complejidad, el manifiesto comunista está lleno de agujeros.

Hay un realismo en sus obras delirantes y en sus personajes enjaulados, en sus puestas circenses y extravagantes. Es como si abriera al medio la cabeza de la humanidad y dejara salir el amor y la pus. Aiiiaaa. Es fuerte verse en el ojo del huracán de toda la porquería que somos. Es como si acercara una lupa a nosotrxs como moscas dispersas y empecinadas, tan confundidas, pero llenas de buenas intenciones. El tironeo entre racionalidad y animalidad es patente y deja sin aliento, pero no sin horizonte. Las actrices y los actores se ven buceando en la incomodidad de las poses sociales que no dejan de transparentarse, para mostrar una fragilidad de niñxs siempre latente. Y el deseo, motor y cadena, también se hace evidente. El fascismo es un lugar recurrente, al menos en las obras que yo he visto; pero ojo, como en Manifiesto de niños (2007), los campos de concentración no están solo en la historia, sino en los holocaustos cotidianos donde alternamos los roles de víctimas y victimarios de manera permanente. La idea del enano fascista que llevamos dentro, creo, ronda como espectro el imaginario wehbiano.

En Las Chanchas (2018), el tema del terrorismo de Estado se pone de manifiesto en un clima de confusión surrealista. A diferencia de lo que me ocurrió en El grado cero del insomnio (2016), me costó aquí decantar ideas claras y críticas resueltas. Todo en escena parece enrollarse y desenrollarse mostrando sus dos caras: ser víctima/ser idiota, ser luchadora/ser alcohólica, ser simpático/ser cómplice, ser policía/ser hippie, ser un conejo/ser la muerta María Marta Serra Lima… La puesta da vuelta la media de la historia y no nos habla de la dictadura, nos habla de nosotrxs tras la dictadura. ¿Hasta dónde resistimos? ¿Cuál es la eficacia de nuestras acciones? ¿Cómo se sortea la neutralización capitalista de todo intento emancipatorio, de toda reparación histórica? La gran jaula donde transcurren las escenas superpuestas muestra algunos cartelitos sugestivos: “Alta tensión” por ahí, “Peligro de explosión” por allá. Vemos lo que pasa, vemos que hay razones de sobra para romper todo, vemos cómo se distraen entre banalidades y lo sublime disfrazado. Vemos el juego del poder, vemos la potencia de las voluntades, vemos la hipocresía, vemos cómo se rinden los personajes una y otra vez; pero no dejamos de ver la persistencia y hay cosas que no cierran. Eso es para mí lo que se pone en escena, hay cosas que no cierran, que no tienen sentido, o que lo tienen pero estallado, hecho fractal por la no-existencia de lo unívoco. Apelmazamiento de sentidos superpuestos como capas estratigráficas en el suelo de los días. “Cu-cu, cri-cri, ma-má, pa-pá” repiten lxs cantantes devenidos la voz del inconsciente colectivo. Cri cri, y los grillos de la desidia masiva que entorpece todo proceso de justicia; cu cú, y como si sonara un reloj que apura la pregunta ¿Por qué demonios no estalla aún (y no estallará nunca) una Revolución? Obviamente, y aquí podría radicar el mayor potencial de Las Chanchas, su mayor belleza, ni Wehbi ni lxs actorxs, cantantes y músicxs en escena, pretenden darnos la respuesta.

Foto de portada: Luciana Demichelis.

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