barriada + el tiempo y el oficio de la palabra

Leila Cordoba

El 11 de diciembre de 2015 se presentó “la Mueblería”, un trabajo coordinado y gestionado por Dani Badenes y Dani Lorenzo en la Sala de exposiciones de CHC, La Plata.
En esta oportunidad son dos reseñas en una. “Barriada” por Leila Córdoba y “el tiempo y el oficio” por Alejandro Mei

barriada

por Leila Córdoba

La Plata nos quedaba lejos. Sobre todo sin auto y con una sensación térmica de 33º C.

Aun así, La Mueblería nos reunió. Subte, bondi, tereré de la mano de Diego y agua. Nos encontramos tres y media para emprender el viaje a lo que tantas veces habíamos visto en fotos e imaginado a partir de los relatos de Dani. Compañero inquieto de la Beca Conti con el que compartimos dudas, certezas, decisiones, preguntas. Habíamos visto la génesis del proyecto, que al principio solo eran unas cuantas fotos. La fascinación que provocaba ese lugar tan hermoso como inabarcable. Sintiéndonos también un poco parte de ese ensayo/proyecto que iba mutando, detectamos que había un problema −en el buen sentido−.

La cita fue el viernes 11 a las 18 hs, única oportunidad. Dani nos indicó el camino: estación, TALP, 19 y 71, de ahí era cerca. Ya estábamos en la aventura. Después de tres horas y media de viaje llegamos al lugar. El barrio muy tranquilo, alejado, con sombras generosas de los tilos perfumando el aire de a ratos.
¡Allá debe ser!
Entramos.

La primera impresión fue la inmensidad del lugar, era mucho más grande de lo que había imaginado. Un plano impreso a la entrada nos daba una referencia. Pasillos llenos de muebles. ¡Había demasiado para mirar! Desde la extraña arquitectura que se armaba a partir de la disposición de los muebles −enteros o a medio hacer−, partes sueltas, maderas arrumbadas, hasta cada detalle de cada cosa que estaba ahí. Taller, sala de exposiciones. Una mezcla de ruina y de deseo. ¿Qué es lo que está vivo y qué es lo que está muerto? Suena tango. Todo parece extraño pero familiar. El detalle de las patas de una silla, la madera trabajada con ese oficio de antes, que transforma las cosas en seres acariciables.
Escenas en todas partes y polvo −aunque Dani nos había contado que estuvieron limpiando días enteros−.

Parecía un poco “elige tu propia aventura”. Había tres escaleras para acceder a la planta alta, que no era completa, sino una plataforma recortada desde donde ver de arriba hacia abajo y viceversa. Esto le daba una cualidad teatral a todo. Potencia, evento, devenir. Por momentos tuve la sensación de estar dentro de un organismo o que el espacio todo era una escultura. Ese espacio estuvo siempre ahí, la diferencia era que ahora resultaba visible para la mirada de los otros.

Arriba: audios, testimonios, proyecciones y la luz que iba cambiando a medida que anochecía. Todo el tiempo la sensación de no saber qué era real y qué ficción. La memoria no es algo definido, puede estar relacionada también con la ensoñación.

Arriba también, un estar armado sobre un extremo de esa plataforma, bien en la punta, un mini living: sillón, mesita y velador. Ahí, los que transitábamos la mueblería llegábamos a un paréntesis, una suspensión más, y también a nuestro mayor momento performativo para los ojos de los demás. Construíamos con nuestro cuerpo otra pieza más de la puesta en escena habitando ese living del abismo. Doble juego de miradas.

Al otro lado de este abismo, a través del agujero en el espacio, la plataforma central. Mesa de reunión con Campari, jugo de naranja y hielo, mucho hielo. Ahí, de repente guitarra y Juan recita un poema y toca una canción. “El oficio se roba” cuenta, y parece que era algo que se decía mucho entre carpinteros de antes. Se roba con el ojo, con la atención, sabiendo mirar y descodificar el trabajo que hacen las manos expertas de los viejos que la tienen clara. Un poco derecho de piso, la escoba, pero también una conquista de la práctica y la perseverancia, del ir y venir de la mano, emblema del trabajo y también de la mueblería. El oficio transforma el mundo desde una escala muy pequeña, relacionándose con los objetos de manera íntima. A pocos metros de la mesa de reunión, dispuestos sobre otras mesas, libros y hojas llenas de dibujos, modelos de muebles, pedidos. Una mano experta, antiguos pero vivos. Tesoros de una especie de opulencia venida abajo.

Espacio en extinción pero con fuerza de existir. Y nosotros completábamos parte del espacio. Completar no es contemplar. Es más activación y menos paisaje.

Bajamos, ahora por la escalera caracol. Lo vemos a Osvaldo, pilar de la mueblería −y a quien también conocíamos por fotos y relatos−. Dijimos ¡ese es Osvaldo! 85 pirulos, bastón y algo así como una emoción orgullosa en los ojos. ¿Reconocimiento? No sé, pero se lo veía contento. Nos acercamos y hablamos con él, nos contó un poco su historia, los otros lugares que eran o son parte de la mueblería, los socios que se fueron… Me fijo y no le falta ningún dedo de las manos. Se lo comento y dice “Claro, porque hay que saber cómo se usan las máquinas, ¿vos sabés? cuando la madera tira y engancha, ahí está el problema, porque vos con tu propia fuerza en el envión, ¡zas! chau dedos”. Hay gente que perdió la mano entera así, nos cuenta mientras salimos un rato afuera a tomar fresco en la vereda.
En eso aparece la nieta y le pregunta “¿Quién hizo todo esto abu? ¿Por qué lo hace?… ¿Para nada?” Uf, qué pregunta… participamos de un enigma irresoluble, pero sin dudas salimos de ahí transformados. Espacio colectivo, laboratorio y resistencia.


el tiempo y el oficio de la palabra

por Alejandro Meitin

Fue una tarde calurosa de mediados de diciembre de este 2015 cuando llegué al portón de La Mueblería. Me encontré con algunas personas en la puerta que eran parte de la organización del evento. Dani me dijo “Todavía no entres”. Había que esperar.
El lugar parecía abandonado pero no lo estaba. Los avatares del tiempo pesaban sobre él. Salí, barrio de casas bajas, una zona platense que ya tiende a aplanarse entre el cuadrado fundacional y la periferia, a buscar una cerveza. Caminando unos metros hacia ese objetivo me topé con un hombre curtido en años, entremezclado y confundido en una maraña de muebles distribuidos en un gran espacio poblado de afiches y fotos blanco y negro, cajones llenos de herrajes y estanterías detenidas como por un golpe súbito de la naturaleza o una catástrofe. Un terremoto, la erupción de un volcán o un desastre atómico.
Desde adentro de ese espacio inmenso surgían las melodías de unos tangos clásicos que provenían quizá no de un aparato. Intercambiamos un par de palabras y sentí que entraba en un túnel del tiempo y que reconocía aspectos de ese lugar que me remitían, por haber sido de alguna manera parte de aquella historia y de aquella estética, a colores y olores que estaban dentro de mí.
Regresé con mi cerveza en mano directamente hacia él. Ya me atravesaba aquella sensación y el interés real por comunicarme con ese Homo faber de otro tiempo que había sido en parte mi tiempo. Una reminiscencia lejana me asaltó súbitamente. Los estilos y los detalles explicados por Osvaldo Corallini me retrotrajeron a mi infancia y adolescencia. Me reconocí en los deseos configurativos de gente de otras décadas −como las que habían configurado las estéticas y la confianza en el futuro de mis padres− donde los muebles eran de madera, para sobrevivir por años, con vetas, tallados a mano con técnicas de bajo y sobrerrelieve, tratados con lustre “a muñeca” y donde el aglomerado, el terciado y el enchapado −que se hincha con la humedad− no eran las formas ni los materiales constructivos de entonces. Una época en la que los estilos franceses, españoles e ingleses eran los que se utilizaban en las casas de clase media platense. Con maderas reales de bosques de Misiones o Paraguay que todavía no se resumían al Pino Paraná −tan usado actualmente por ser de cultivo rápido y de veloz crecimiento y además porque aquellos bosques de maderas duras, hiperexplotados, ya no existen o existen solo en relictos−.
La cuadra de ese barrio era una cuadra mueblera. Talleres, depósitos, espacios de exhibición que también estaban cristalizados. ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que lo detuvo? ¿Qué cortocircuito descolocó esa línea de tiempo? Reconfiguraciones y crisis económicas, violencia institucional. El tiempo con todos sus pesares.
En un momento, de reojo vi que Dani desde lo alto nos sacaba una foto ¿Qué significaba ese disparo? Había comenzado la experiencia artística. Toda charla en ese ambiente se había convertido para mí en ese instante en una reconfiguración que hacía presente el tiempo ido para rescatar desde allí los futuros soterrados y los espacios de existencia y persistencia de la memoria.
¿Podría todo esto ser representado en un museo? ¿Este espacio se convertía por el toque artístico en un museo porque el arte lo “bendecía”? ¿Entendería Corallini el impulso estético de la obra? ¿Era esto realmente importante?
De pronto apareció y terció en la charla el amigo y escritor Carlos Aprea. Inmediatamente inspirados por el ambiente, nos sentimos pares en el recuento de un pasado mítico platense. Las décadas de los 60´s y 70´s. Trajimos a la memoria y al sentimiento los componentes intelectuales de la literatura a la que ese espacio nos remitía y viendo que la gente comenzaba a ingresar a la muestra comprendimos que la veda al acceso a la experiencia había terminado.
Nos despedimos de Osvaldo Corallini pero no lo dejamos ni nos dejó. Era él el referente que hacía y daba a esa zona el sentido vivo. Sin esa persona ese lugar sería un museo del pasado pero no se configuraría como un espacio viviente. Allí estaba más importante que los objetos, el actor de la palabra. El actor fundamental que armaba y revivía en ese espacio la obra del tiempo que curiosa y creativamente fue revelado al mundo por un hecho artístico desplazado.

Alejandro Meitin
Artista, abogado, mediador comunitario y fundador de Ala Plástica (1991 - actualidad) con base en la ciudad de La Plata, Argentina.

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